Mamá llama y el caos se detiene.
Vivo en un mundo de signos en rotación. Es como una esfera de luces neurales, una red esférica de destellos azules, conmigo al centro. Cuando digo “conmigo” no hablo de este yo de la carne. Hablo de mi conciencia. Sólo dos cosas distraen a mi conciencia: mi gato, Kokoro, y el teléfono.
Un gato maulla y la conciencia se sustrae de sí misma. Un teléfono, en cambio, es un arma de destrucción masiva de la imaginación que rasga con su música para sordos los más tensos tejidos de la creación. Pero ambos son formas de la urgencia. El gato me habla desde la sed y el hambre para anunciarme que también yo debo comer y beber. El teléfono no sólo quiere comunicarme algo, también requiere mi voz.
Odio el teléfono. Lo encierro en una gaveta, lo apago, lo olvido en los lugares más inesperados, lo cubro con almohadas para no oírlo y lo ostento en la calle para que me lo roben, pero aun así a veces está ahí, como una intrusión ineludible. El gato entra y sale de la esfera azul de mi conciencia: es una nítida sombra entre lo visible y lo invisible; el teléfono, en cambio la desgarra y me zarandea contra la materia, y a veces, sólo a veces, contesto.
Hace media hora la minúscula pantalla de mi dispositivo móvil, el único que tengo, decía “Mamá”. Uno gira la cabeza, la pantalla se ilumina y se manifiesta lo real. Cuando ella habla el caos se detiene. El tiempo se detiene porque escucharla no siempre es fácil. Una madre viuda es emotiva, llora demasiado a menudo, pregunta si el hijo come bien, si está haciendo su trabajo o si ¿no estarás enfermo? como si fuese un deseo. No deja de sorprenderme que su voz me paralice así, que sea tan intenso el requisito de escucharla.
Los viejos están siempre en el umbral del amor y de la muerte: las dos fuentes inagotables de la inquietud. El teléfono suena y descubres que la conciencia es una expresión de la divinidad: el caos de la creación se suspende para escuchar la voz del origen.
Esto, tal y como lo describo, es hablar por teléfono con mamá.
Vivo en un mundo de signos en rotación. Es como una esfera de luces neurales, una red esférica de destellos azules, conmigo al centro. Cuando digo “conmigo” no hablo de este yo de la carne. Hablo de mi conciencia. Sólo dos cosas distraen a mi conciencia: mi gato, Kokoro, y el teléfono.
Un gato maulla y la conciencia se sustrae de sí misma. Un teléfono, en cambio, es un arma de destrucción masiva de la imaginación que rasga con su música para sordos los más tensos tejidos de la creación. Pero ambos son formas de la urgencia. El gato me habla desde la sed y el hambre para anunciarme que también yo debo comer y beber. El teléfono no sólo quiere comunicarme algo, también requiere mi voz.
Odio el teléfono. Lo encierro en una gaveta, lo apago, lo olvido en los lugares más inesperados, lo cubro con almohadas para no oírlo y lo ostento en la calle para que me lo roben, pero aun así a veces está ahí, como una intrusión ineludible. El gato entra y sale de la esfera azul de mi conciencia: es una nítida sombra entre lo visible y lo invisible; el teléfono, en cambio la desgarra y me zarandea contra la materia, y a veces, sólo a veces, contesto.
Hace media hora la minúscula pantalla de mi dispositivo móvil, el único que tengo, decía “Mamá”. Uno gira la cabeza, la pantalla se ilumina y se manifiesta lo real. Cuando ella habla el caos se detiene. El tiempo se detiene porque escucharla no siempre es fácil. Una madre viuda es emotiva, llora demasiado a menudo, pregunta si el hijo come bien, si está haciendo su trabajo o si ¿no estarás enfermo? como si fuese un deseo. No deja de sorprenderme que su voz me paralice así, que sea tan intenso el requisito de escucharla.
Los viejos están siempre en el umbral del amor y de la muerte: las dos fuentes inagotables de la inquietud. El teléfono suena y descubres que la conciencia es una expresión de la divinidad: el caos de la creación se suspende para escuchar la voz del origen.
Esto, tal y como lo describo, es hablar por teléfono con mamá.
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