Habito una herida. Y no puedo deshabitarla sin deshabitarme con ella, en ella.
El más duro invierno ha terminado y aún debo luchar para reparar los estragos que ha causado en mi vida. Todo estará bien. Debo decirlo: “Todo estará bien”. Las puertas y ventanas están cerradas, todavía. Pero sé que los caminos se abren a la primavera.
Debo partir. O quedarme.
Escribo sin trabas o mentiras. Mi escritura nunca ha necesitado de máscaras propias o ajenas. En mis palabras soy verdad. Cruel, por tanto, pero humano, sin duda.
Mis días son circulares. La felicidad, espasmódica: un músculo que reacciona sin control a los recuerdos de lo pequeño y dulce de la vida. Temo que la generosidad del futuro se cerrará sin aviso. Temo que la oportunidad del presente se expande sin prudencia.
Este pasaje de mi diario es una música lenta que reconoce los paisajes del norte: los cielos indeterminados y grises del invierno, los árboles desnudos, sus ramajes sin frondas o sin nidos, sin memorias de sus más recientes primaveras.
El silencio me envuelve como un denso acompañamiento de flautas que callan para evocar un abismo sin pájaros. Mi canción es la canción de un extraño en una tierra extraña. Mi voz exige ser la raíz inversa de mi vida en pugna con su tiempo.
El recuerdo de los amigos me visita cada noche. Concierto de ángeles en reposo. Palmas y guitarras, risas y voces tejiendo y destejiendo la trama de la historia y su música de chances únicos, pero de memorables ecos.
Debo partir para quedarme. Debo quedarme para partir. Quiero que mi extraña música sea la música singular y bella de muchos. Quiero que otros se sorprendan modulando los labios para cantar mi canción.
Debo partir y quedarme. Debo quedarme y partir.
Semana Santa, abril de 2001
West Hartford, Connecticut
West Hartford, Connecticut
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