domingo, 24 de julio de 2011

La dama y el vagabundo

Los escritores jóvenes no tienen el lujo de temer las burlas de otras personas, porque no hay tiempo qué perder cuando la poesía lo es todo. No le pidas a un poeta joven que deje de escribir: pídele que se arroje de un peñasco o que prescinda del oxígeno o que abandone de una vez por todas su insoportable sed por la vida.

Los rechazos viscerales a la poesía pueden ser provocados por el reflejo involuntario de una expectativa social o pueden ser motivados por la obra en sí; pero en ambos casos el poeta joven se deleita al descubrir que tiene el poder de asombrar o de provocar a sus lectores. Sin comprender aún la verdad, ha descubierto ya su camino: la libre osadía.

Un poeta joven no sólo se cree poseedor de la llama de la libertad: es su inventor. En ese ingenuo candor radica la conmovedora belleza de los poetas jóvenes. No saben que los viejos los leen y encuentran en sus palabras un rasguño de Homero o una chispa de Dante o el quejido sin fin del ardor de Rimbaud. No importa qué digan los viejos, los jóvenes sólo escucharán un velado elogio o una demostración de ligera envidia.

También yo sufrí de esos accesos de candor. También yo creí ser más de lo que soy: un inmortal, un vengador, un iluminado.

Una sola mujer me puso en mi lugar: Gilda Lewin. La primera vez que me habló, sentí en mis rodillas todo el miedo y toda la culpa de un joven primerizo en un burdel. Ella sabía evocar la imponencia de una rufiana. Debo aclarar lo que digo: es una actriz consumada, una verdadera dama del teatro, una diva.

—¡Pobrecito! Leés peor que Neruda —dijo en voz alta la primera vez que me oyó leer poesía—. Pero no te preocupés —susurró entre las risas de los amigos que nos rodeaban—, yo te curaré.

Y lo hizo. Me curó de mi ciego narcisismo y de mi sonámbula voz, y con el truco más importante que un actor tiene a su disposición. Me enseñó a leer entrelíneas, a comprender el texto detrás del texto: el invisible y poderoso subtexto. Lo que descubrí en mi propia escritura me sorprendió. Y ahora veo, en todo poema, o la dura uña de Homero o el ojo vigilante de Dante o los labios sedientos de Rimbaud.


Este texto se publicó en La Prensa Gráfica el 13 de septiembre de 2003.


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