Hace algunos años, en Nueva York, una mujer me amó después de verme bailar ballet. Mi maestra de danza se llamaba Oona, un nombre finlandés que se pronuncia «Una», y ese día había traído a una bella amiga a su clase. Ambas eran estudiantes de Juilliard y verdaderas fanáticas del método creado por el coreógrafo José Limón. La amiga de Oona, a quien yo llamaba «Dos», se rió de mí a carcajadas cuando me vio bailar.
—¿Por qué demonios estás en una clase de ballet? —me preguntó.
—Porque sabía que aquí podía conocer a una mujer como tú —le contesté.
Es el tipo de cosas que uno dice para esquivar un bochorno y ganar puntos en la escala de simpatía. La verdad era otra: amo la danza desde los cuatro años.
A veces el destino nos depara ser una tercera persona en la trama de un amor imposible, aunque irresistible por esa misma razón. Cuando estaba en el kindergarten del Sagrado Corazón de Jesús, mi hermana María Eugenia, de cinco años, se unió a una producción estudiantil de El lago de los cisnes. Mi hermana era gordita y tenía los pies planos, así que el instructor sólo le enseñó a entrar, dar vueltas y salir del escenario. María Eugenia aceptó ese trato en silencio porque su amor por el ballet era más grande que su orgullo infantil.
La noche del estreno vimos el nacimiento de una pequeña estrella: una niña llamada Carmen Aída Alcaine bailó como un ángel. Por su lado, mi hermana se convirtió en la otra atracción de la noche, pero por las razones equivocadas. Las plumas de su tutú estaban mal cosidas y a cada giro salían volando por todo el escenario. Yo armé un escándalo cazando plumas y me mandaron a casa.
«Dos» se rió conmigo cuando le conté esa historia. Eso no significa que dejó de reírse de mí cada vez que me veía bailar. Aunque me había ganado su corazón, no perdió su razón por mí. Pero qué importaba si, después de todo, algún día —como en este día— podía declarar algo inaudito: «Yo amé a mi mejor y más dura crítica».
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